La oscuridad y el resplandor

Ha germinado una idea luminosa. Y, manos al teclado, decidimos convertirla en un cuento.

En general, el cuento surge de una anécdota que acaban de contarnos, de una noticia de la radio, de una imagen instantánea, de un recuerdo que sobreviene.
O de una historia que ya leímos, alguna vez, hace mucho.
Y que resulta fatalmente parecida a la que estamos a punto de narrar.

El teclado, que había empezado una sucesión de sonidos, comienza a enlentecerse ante la duda de una muy probable falta de originalidad.

Sin desestimar la posibilidad de que el acto creativo sea capaz de librarse de todo prejuicio, el cuentista conoce las limitaciones que supone este género: una estructura precisa, un lenguaje claro, una elección acertada del narrador, una coherencia interna.

Quien haya leído los tratados sobre narratología no desconocerá los términos “intertextualidad”, “focalización”, “diégesis”, “mímesis”, etc.

La teoría posmoderna insiste en convencernos de que no hacemos más que reescribir lo que ya se ha escrito. La irrupción de los medios visuales, la velocidad y la multiplicidad de la información se erigen como amenazas para el interés que podrá despertar la lectura. 

Sabemos, por otro lado, que nuestro futuro lector seguirá pretendiendo el placer del entretenimiento y el encanto de la sorpresa, y que deberemos complacer tanto sus ansias de participar de manera activa en la historia como las de disfrutar de una narración capaz de informar algo nuevo. Y, con ese fin, será prudente obedecer a Poe y a otros grandes maestros del cuento, que señalan la necesidad de producir un efecto en el lector.

Sabemos, también, que la sugerencia excesiva puede ocasionar confusión o sustituir la intención narrativa por códigos herméticos e indescifrables.


Nos han dicho, hasta el cansancio, que, a causa del cansancio mismo, las descripciones resultan cargosas si no contribuyen a la atmósfera de la narración.


¿Cómo responder a tantas exigencias?


Ya, a esta altura de las consideraciones, el teclado se ha detenido. La idea inicial parece haber perdido todo su resplandor.

Y es, probablemente, este entorno de convenciones el que determina la parálisis: el conocimiento excesivo del género, la asociación inevitable con las figuras ya establecidas.
Por ejemplo, en el escenario de un cementerio, los sucesos suelen ser lúgubres, o terroríficos, o inquietantes; en una iglesia, son místicos, o secretos, o aluden a la paz o al milagro; en una ciudad, todo es vértigo y movimiento. En la primavera son factibles, dada la belleza del paisaje, la ensoñación y el romance. En el rigor del invierno se perfilan el abandono, las carencias, la tristeza. Un personaje con características siniestras genera hechos siniestros, deplorables, pecaminosos. Un niño no puede más que celebrar la ternura o la inocencia; una mujer hermosa, incitar al deseo.

Y volvemos al lugar común de que los árboles pierden las hojas en otoño y el otoño es metáfora de aquella etapa de la vida en que la juventud empieza a declinar.
Así no habremos informado de nada nuevo.

Será conveniente, entonces, antes de reavivar el tecleo, situar la historia en un contexto paradojal: en el cementerio, bien puede ocurrir que una mujer dé a luz; el templo puede ser escenario de la hecatombe y la ciudad del misticismo; el invierno puede ser dulce y acogedor; la primavera, un trastorno de poluciones, una cadena de molestias. El personaje siniestro será, en todo caso, el bienhechor en una anagnórisis sorprendente y, tal vez, lo podamos enfrentar al niño perverso y hacer que la mujer bella transporte el estigma del rechazo.

La vida está hecha de relaciones y la tendencia natural del razonamiento es la búsqueda de la lógica. La literatura, en cambio, debe tender a la ruptura de toda lógica.
Nada vale la pena de ser contado si no sorprende. Y es lo paradojal lo que afianza la novedad de cualquier historia; es decir, todo aquello que produce un quiebre en el sentido común, todo aquello que desvirtúa la figura consabida del pensamiento y, por lo tanto, genera interés o conmoción.

En realidad, el interés de la literatura se centra en la paradoja. Y, para crearla, es suficiente con buscar tonos que, sin ser opuestos, puedan resultar contrastantes. La misma contraposición hará que cobren intensidad.

Orientándonos hacia búsqueda del efecto emocional, es válido reconocer que la ingenuidad, en contraposición con la injusticia, genera de inmediato un clima compasivo; el desvalimiento, la ignorancia, la marginalidad, ante algún hecho atroz, potencian la gravedad del suceso.


Cortázar mezcla pesadillas con tonos de fuerte sensualidad. Rulfo inserta la violencia en la melancolía y en el desamparo de sus personajes. Kafka no abandona el tono oficinesco durante el progreso de una horrenda metamorfosis.
Literatura es mezcla, combinación, antítesis, alarma.


Y ahora, a insertar aquella idea brillante en un contraste, o a insertar un contraste dentro de la idea.


Puede ser que del simple choque entre dos tonos surja el cuento. Puede tratarse, incluso, de contar algo terrible con un tono cálido o displicente; o algo muy tierno con un tono de furia.


El efecto emocional del lector estará logrado.

Un resplandor en la oscuridad, por supuesto, será mucho más luminoso.

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